BRASILIA.— El desafío es titánico y a contrarreloj: autoridades y vecinos intentan evitar una tragedia aún mayor a la que ya vive el estado brasileño de Rio Grande do Sul, donde 66 personas murieron y 80.000 fueron desalojadas por las inundaciones, según las autoridades.
Desde las calles anegadas o desde el aire, las imágenes son desoladoras: casas a las que apenas se le ven los techos, gente que lo perdió todo, y el centro de la moderna Porto Alegre, la capital, de 1,4 millones de personas, completamente inundado.
Este domingo por la mañana las lluvias son intermitentes en Porto Alegre. Pero las aguas avanzan incontenibles sobre la metrópoli.
Según la alcaldía, el nivel del río Guaíba enclavado en la ciudad marcaba 5,30 metros, por encima del récord de 4,76 metros registrado durante unas históricas inundaciones en 1941.
Periodistas de la AFP constataron un incremento del número de las zonas anegadas. Por la noche del sábado, en el popular barrio Sarandí, un estacionamiento de camiones y maquinaria vial estaba totalmente cubierto por las aguas rojizas, y apenas se divisaban los techos de los vehículos.
Hay 15.000 personas en refugios y más de un millón de hogares sin agua en la región. La destrucción es incalculable, según Defensa Civil.
Rosana Custodio, una enfermera de 37 años, es una de las miles de víctimas del desastre. La inundación la obligó a abandonar su casa en Porto Alegre y desde entonces vive una pesadilla.
Pudo irse a casa de su suegra. Pero «el jueves sobre la medianoche las aguas comenzaron a subir muy rápido. (…) En la desesperación salimos en busca de un lugar más seguro. No podíamos caminar. (…) Mi esposo puso a mis dos pequeñas en un kayak y remó con una (caña) tacuara. Yo y mi hijo nadamos hasta el final de la calle y comenzamos a caminar con el agua al cuello», relató a la AFP en un mensaje de WhatsApp.
Se refugiaron en la morada de su cuñado, en Esteio, localidad al norte de Porto Alegre, pero el viernes la historia volvió a repetirse. «Fuimos rescatados por una lancha de amigos». Desde entonces, cuenta, se encuentra con su familia en un refugio. «Perdimos todo lo que teníamos».
El gobernador Eduardo Leite, que este domingo recibirá al presidente Luiz Inácio Lula da Silva por segunda vez desde que se declaró la tragedia, calificó la situación de «dramática» y «absolutamente sin precedentes».
El domingo «será un día clave para los rescates», dijo por su parte el ministro de Comunicación de la Presidencia, Paulo Pimenta.
Las escenas de gente en los tejados esperando socorro, de pequeños barcos y canoas surcando ríos sobre calles y avenidas, o de camionetas 4×4 ayudando en cruces imposibles se repiten una y otra vez.
El estado necesitará una especie de «Plan Marshall» para ser reconstruido, afirmó el gobernador Leite.
Pero eso será para después de que las aguas bajen, y cuando las lluvias paren.
Ahora, la preocupación es por el abastecimiento de víveres y la continuidad de la cadena productiva en este estado agropecuario, quinto PIB de Brasil y uno de los más pujantes del país.
El alcalde de Porto Alegre, Sebastiao Melo, urgió a la población a racionar el agua, después de que cuatro de las seis plantas de tratamiento de la ciudad tuvieran que ser cerradas.
La excepcional situación tiene a Porto Alegre prácticamente sitiada.
La Policía Rodoviaria señaló a la AFP que la llegada desde el sur está cortada a unos 15 km de distancia, mientras que por el norte aún se logra acceder a la urbe.
El aeropuerto internacional de Porto Alegre suspendió el viernes sus operaciones por tiempo indeterminado.
La electricidad también va desapareciendo por zonas.
El número de desaparecidos va en aumento. Ya son 101 personas. Y 155 heridos. Pero el aislamiento de algunos municipios hace temer cifras aún más trágicas.
El desastre obligó a 80.500 personas a dejar sus casas, según el último informe de Defensa Civil el domingo.
Desde el Vaticano, el papa elevó sus «plegarias para la población del estado de Rio Grande do Sul en Brasil, golpeado por grandes inundaciones. El señor tiene en su corazón a los difuntos, conforta a los familiares y a quienes debieron dejar sus casas», señaló el pontífice.